Creer, ¿para qué?
A veces, cuando hablo de Dios con algunas personas que han abandonado toda práctica religiosa, me doy cuenta de que seguramente nunca han tenido la experiencia de encontrarse con él. Me hablan del aburrimiento de las misas, del miedo al infierno, de los pecados contra el sexto mandamiento, de sus confesiones «sacrílegas», de la semana santa... Apenas recuerdan hoy alguna experiencia positiva.
No es fácil saber en cada caso por qué ha quedado en su interior un recuerdo tan negativo. Si a ti te sucede algo de esto, es normal que la fe no te resulte atractiva: ¿qué te puede aportar?, ¿qué puedes salir ganando con preocuparte de estas cosas?, ¿para qué sirve creer? Hoy quiero hablar contigo de esto.
Tú sabes muy bien que los creyentes tenemos los mismos problemas y sufrimientos que todo el mundo. La fe no le dispensa a nadie de las preocupaciones y dificultades de cada día. Pero si un creyente cuida en el fondo de su corazón la confianza en Dios, descubre una luz, un estímulo y un horizonte nuevo para vivir.
En primer lugar, el creyente puede acoger la vida cada mañana como un regalo de Dios. La vida no es una casualidad; tampoco es una lucha solitaria frente a las adversidades. Dios me regala un nuevo día. No estoy solo en la vida. Alguien cuida de mí. Viviré este día confiando en él.
El creyente puede conocer también la alegría de saberse perdonado. En medio de sus errores y mediocridad puede experimentar la inmensa comprensión de Dios. Yo no soy mejor que los demás. Conozco mi pecado y mi fragilidad. Mi suerte es poder sentirme perdonado y renovado interiormente para comenzar siempre de nuevo una vida más humana.
El creyente cuenta también con una luz nueva frente al mal. La fe no es una droga ni un tranquilizante frente a las desgracias. Yo no me veo liberado del sufrimiento, pero le puedo dar un sentido nuevo y diferente. Dios quiere verme feliz. Puedo vivir sin autodestruirme ni caer en la desesperación.
¿Para qué creer? Para sentirme acogido por Dios cuando me veo solo e incomprendido; para sentirme consolado en el momento del dolor y la depresión; para verme fortalecido en mi impotencia y pequeñez; para sentirme invitado a vivir, a amar, a crear vida a pesar de mi fragilidad.
¿Para qué creer? Para situar las cosas en su verdadera perspectiva y dimensión; para vivir incluso los acontecimientos que parecen pequeños e insignificantes con más hondura; para tener más fuerza para amar a las personas.
¿Para qué creer? Para no ahogar en mí el deseo de vida hasta el infinito; para defender mi libertad y no terminar esclavo de cualquier ídolo; para vivir abierto a la verdad última de la vida; para no perder la esperanza en el ser humano.
¿Para qué creer? Para no vivir a medias; para no contentarme con «ir tirando»; para no ser un «vividor»; para vivir de una manera digna y gratificante; para no estancarme en la vida; para ir aprendiendo desde el evangelio maneras nuevas y más humanas de trabajar y disfrutar, de sufrir y de vivir.
Siempre me ha conmovido esa postura noble del gran científico ateo Jean Rostand. Cuentan que le gustaba repetir a sus amigos cristianos: «Vosotros tenéis la suerte de creer». Y, cuando planteaba la cuestión de la fe, solía afirmar: «De lo que yo estoy seguro es de que me gustaría que Dios existiera». Son palabras que hacen pensar.
Son bastantes las personas que poco a poco han arrinconado a Dios en su vida. Ya no cuentan con él a la hora de orientar y dar sentido a su vivir diario. No les preocupa que Dios exista o deje de existir. Piensan que tener fe es creer una serie de cosas extrañas que nada tienen que ver con la vida. Si quieres reavivar tu fe tienes que abrirte a un Dios vivo, que te quiere ver lleno de vida. Un Dios que puede ser para ti el mejor estímulo y la mejor ayuda para vivir.
Hoy se habla mucho de aquellos que se alejan de la fe, pero no se dice que hay personas que no solo no abandonan su fe, sino que se preocupan más que nunca de cuidarla y purificarla, porque sienten que Dios les ayuda a enfrentarse a la vida de una manera más humana.
Tú estas cerca,
estás cerca siempre,
seamos conscientes o no,
te aceptemos o te rechacemos,
te lo digamos o no.
Tú estás cerca.
Patxi Loidi, sacerdote y poeta
José Antonio Pagola.
Creer, ¿para qué? Conversaciones con alejados.
PPC.- págs. 21-23.-
Creer desde la duda
Probablemente, más de una vez surgen dudas dentro de ti. Bastantes personas hablan hoy de sus «dudas de fe»: ¿habrá infierno?, ¿cómo puede estar Cristo en la eucaristía?, ¿quién puede saber si Jesús ha resucitado? Por lo general, este tipo de dudas son, en realidad, «dificultades» que sientes para «entender» de manera razonable ciertos aspectos de la fe cristiana. Estas dudas no suelen tener, de ordinario, mucha repercusión en los creyentes. Como decía el cardenal H. Newman, «diez dificultades no hacen una duda».
Pero tú puedes estar sintiendo en estos momentos una duda más profunda y global. No te preocupan las dudas sobre un punto u otro. Lo que tú experimentas es una duda más radical; «Por qué tengo que creer?», «por qué tengo que orientar mi vida siguiendo a alguien que vivió hace dos mil años?», «por qué tengo que aceptar lo que pone en los evangelios?», «,por qué mis ganas de vivir a gusto las tengo que ajustar a una moral que me parece desfasada?».
No lo dices a nadie, pero experimentas dentro de ti una especie de división: «No puedo ni debo abandonar mi religión. No actuaría bien. Pero, si he de decir la verdad, cada vez me encuentro más lejano y extraño a todo eso».
Entonces es fácil sentirte culpable de algo, aunque no sepas exactamente de qué: «¿Qué me ha pasado?, ¿qué he hecho yo para llegar a esta situación?». No es el momento de culpabilizarte. Estos años han pasado muchas cosas de las que tú no eres responsable. Ahora lo que tienes que hacer es vivir de manera positiva esas dudas que llevas dentro.
Esta puede ser una buena ocasión para reaccionar. Ahora puedes empezar a liberarte de una religión excesivamente infantil que se te ha quedado pequeña. Es el momento de ponerte sinceramente ante Dios. El te comprende. Tienes que rezar, buscar, conocer mejor a Jesús.
Es posible que por primera vez te des cuenta de que eres libre para creer o para dejarlo todo. Seguramente es más cómodo no plantearte nunca estas cosas y vivir tranquilo, como hacen casi todos. Pero es más digno enfrentarte a ti mismo y decidir qué quieres hacer con tu vida.
Tarde o temprano te tendrás que aclarar. O bien pones a Jesús en el nivel de otros personajes de la historia, te olvidas de él y te organizas a tu aire, o te decides a conocerlo mejor y a experimentar personalmente qué luz y qué fuerza puedes encontrar en él para vivir de manera digna, responsable y esperanzada.
Lo importante es la sinceridad de tu corazón. Probablemente no tenías más fe hace unos años solo porque vivías tranquilo y sin hacerte preguntas, ni tienes ahora menos fe porque estás lleno de dudas. La verdadera fe no está ni en la seguridad ni en los cuestionamientos, sino en la sinceridad con que confíes y busques a Dios.
Te voy a decir algo que a veces se olvida, pero que es importante. Para creer no tienes que esperar a resolver todas tus dudas y responder a todas tus preguntas. Si te esfuerzas por actuar de manera honesta con Dios, no estás lejos de él. Mira, la calidad de tu fe no depende de la claridad de ideas que tengas en tu cabeza, sino de la sinceridad con que vivas tu relación con Dios.
Blas Pascal fue un gran pensador francés del siglo XVII que analizó como pocos el proceso de la fe. Sabía mucho de dudas e incertidumbres. Decía que en todo esto de la fe lo importante es que el individuo permanezca abierto a Dios: «Esto le hará sencillo y le llevará a Dios». Piénsalo un poco.
¿No oíste sus pasos silenciosos?
Él viene, viene, viene siempre,
en cada instante y en cada edad,
todos los días y todas las noches.
Él viene, viene, viene siempre,
en los días fragantes del soleado abril,
en la oscura angustia lluviosa de las noches de julio.
El viene, viene, viene siempre.
Rabindranat Tagore,
escritor indio (1861-1941)
José Antonio Pagola.
Creer, ¿para qué? Conversaciones con alejados.
PPC.- págs. 79-81.-