Recuerda que el
Sacramento de la Reconciliación se inicia con el examen de conciencia, es
decir, el mirar nuestro interior. Ese examen nos conduce al arrepentimiento y
al propósito de no pecar más.
La confesión es
el encuentro que tenemos con el sacerdote que, escuchará nuestras faltas y nos
guiará para un mejor seguimiento de Jesús. Así, en el nombre de Dios, nuestros
pecados son perdonados con una hermosa oración.
Finalmente,
cumpliremos la penitencia reparación de
las faltas.
Es recomendable, para hacer una buena confesión, contar con una guía que nos permita realizar el examen de conciencia.
A continuación presentamos una propuesta, tomada del libro "Hoja de ruta Nº 2" de Ediciones Don Bosco, que nos guía en la revisión de vida desde el rezo del Padre Nuestro.
Padre
nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre;
¿Digo siempre mis oraciones?
¿Rezo y pienso en Dios todos los días?
¿Presto atención y participo en la Misa?
Venga
a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
¿Ayudo a mi familia en la casa?
¿Comparto con los demás?
¿Hago lo que Jesús quiere que haga?
¿Muestro respeto a mis maestros y compañeros?
¿Soy amable con los demás?
Danos
hoy nuestro pan de cada día;
¿Aprecio lo bueno que me ha dado la vida?
¿Aprecio el esfuerzo y trabajo de mis padres?
¿Digo siempre “gracias”?
¿Pienso en formas de cómo ayudar a los necesitados?
¿Soy algunas veces egoísta?
¿Tomo cosas que no son mías?
Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
¿Digo cosas malas sobre las personas que me han tratado
mal?
¿Digo “lo siento” cuando sé que me he equivocado?
¿Perdono y olvido cuando alguien me hace un mal?
No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.
¿Digo siempre la verdad?
¿Doy un buen ejemplo a los demás?
¿Hago trampa en el colegio?
¿Permito que otros niños me tienten hacer cosas que yo
sé no debería hacer?
¿Soy justo en los deportes y juegos?
Para terminar, esta meditación puede ser de importancia para realizar una "confesión liberadora":
El “yo confieso” de
los hijos
(Alessandro Pronzato)
Padre, tú nos conoces, y nuestras miserias y debilidades te son
manifiestas. Pero permíteme, antes de traspasar el umbral de casa y recibir tu
abrazo, iniciar, como el hijo pródigo, una confesión liberadora.
Sí, somos tus hijos, pero un poco complicados. Enredamos las cosas simples, dramatizamos las
vivencias más normales. Chillamos, protestamos, montamos tragedias por los más
pequeños incidentes. Nos atribuimos tormentos ficticios y afligimos a los demás
con nuestras angustias. Inquietos, agitados, molestos, rondamos en la periferia
de las cosas, sin afrontar jamás el problema de fondo, sin posarnos sobre lo
esencial, sin encontrar un poco de calma, incapaces de callar las muchas
palabras inútiles y sumergirnos en tu silencio que pacifica. Padre, ayúdanos a descubrir la simplicidad.
Sí, somos tus hijos. Pero un poco excesivamente serios, de sonrisa difícil. Con un aire
de condenados a vivir. Haznos conscientes de que tú, Padre, agradeces hijos
amantes de la vida, dispuestos a trabajar, pero que no se hayan olvidado de
sonreír. Padre, enséñanos a sonreír. Enséñanos
la risa liberadora, esa que sacude la pesantez de nuestras espaldas, que barre
de nuestro horizonte la densa masa de nubes que nos impide divisar tu rostro de
Padre, envuelto en la luz de la bondad. Estira nuestras arrugas, apaga nuestros
refunfuños, disuelve nuestras quejas. Haz que aprendamos a apagar nuestros
lamentos en el canto Eucarístico de tu «Acción de gracias».
Sí, Padre, somos tus hijos. Y nos gusta destacar como los primeros de la clase. Enfermos de perfeccionismo.
Obstinados en demostrar la propia superioridad sobre los otros. Rápidos para
acusar, pero alérgicos a dejarnos someter a discusión. Más dispuestos a excluir
que a acoger. Más diestros en descubrir las culpas ajenas, que en admitir
nuestros yerros. Sin caer en la cuenta de que tu gloria tiene todas las de
ganar cuando nos reconocemos pecadores. Padre, asegúranos que tú no te
avergüenzas de tener hijos que se reconocen pecadores necesitados de tu perdón.
Padre, haznos descubrir la alegría, no de
los primeros de clase, sino de aquellos que, a pesar de los retrasos, se
sienten esperados con paciencia infinita.
Sí, Padre, somos tus hijos. Y no nos damos cuenta de que tú no
esperas de nosotros una obediencia sumisa, repetitiva, chata, poco alegre, sino
el gusto de una obediencia que sabe de novedad, sorpresa, y desafíos. Padre,
haznos entender que no basta atreverse a decir «Abbá...»; que es necesario atreverse a ser tus hijos tal y como tú nos sueñas.
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